El pasado 28 de julio los venezolanos acudieron masivamente a las urnas para participar en una elección en la que decidirían entre el cambio o la continuidad política, entre Nicolás Maduro y Edmundo Gonzalez-Urrutia, para ocupar la presidencia del país entre enero de 2025 y enero de 2031.
Tras el anuncio de unos resultados contrarios a lo que indicaban todos los estudios de opinión pública serios (incluidos los nuestros), las encuestas a boca de urna, los conteos rápidos, los conteos de votos y las actas emitidas por las máquinas de votación en acto público y firmadas por cientos de miles de miembros de mesa, testigos y ciudadanos que asistieron a los procesos de auditoría pública, Venezuela entra en una nueva etapa del conflicto.
Un conflicto que comenzó con las protestas masivas del día siguiente a la elección, y de donde saldrá, para bien o para mal, un solo ganador de esta escalada o una transición negociada entre la oposición y el Gobierno (o con quienes le sostienen).
Un proceso conflictivo
El proceso electoral venezolano de julio de 2024 violó –incluso antes de su convocatoria– todos los estándares universales que definen la integridad electoral; desde la elección de los nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral, en verano del año pasado, hasta la publicación de los resultados de las elecciones del pasado 28 de julio; desde la intervención judicial de muchos partidos de oposición, hasta los ataques a las elecciones primarias en las que los opositores eligieron el liderazgo y la candidatura de María Corina Machado, pasando por su posterior inhabilitación política.
Pese a todo ello, la oposición decidió mantenerse en la ruta electoral porque todas las proyecciones dejaban claro que, aún estando frente a una elección no competitiva, propia de un régimen autocrático, no había forma de que el gobierno pudiese lograr su objetivo de legitimarse electoralmente.
Ahora, tras las dilaciones del Consejo Nacional Electoral en publicar los resultados por mesa de votación, en contraste con la oposición, que comenzó a hacer públicas las actas al día siguiente, todo el mundo intuye, tanto dentro como fuera de Venezuela, que Maduro perdió la elección presidencial y con ello toda posibilidad de reconocimiento a la legitimidad de su gobierno.
El conflicto por el reconocimiento de los resultados electorales se disputa en dos tableros separados, aunque interconectados: el tablero internacional y el doméstico.
Presión internacional
En el tablero internacional destacan dos frentes: el duro, jugando el papel del policía malo, liderado por Estados Unidos y los países que han estado ganados a unir esfuerzos en pro de restablecer la democracia en Venezuela. Y en el rol de policía bueno, Brasil, Colombia y México, quienes privilegian su capacidad de mediar tomando ventaja de su cercanía con el Gobierno venezolano.
Aunque no existe expectativa alguna sobre las probabilidades de éxito de una negociación, y siendo conscientes de la posible intención del Gobierno de volver a utilizar el diálogo como una táctica dilatoria, el frente duro internacional, e incluso la oposición venezolana, han dado un paso atrás para permitir al policía bueno hacer su trabajo. Eso sí, con la condición de que el tiempo para avanzar en un acuerdo no irá más allá de dos o tres semanas, tras lo cual se endurecerá el juego.
Cómo se juega en casa
Mientras tanto, en el tablero doméstico, el Gobierno se radicaliza en un claro intento de mantener el poder por la fuerza, negándose a toda posibilidad de diálogo y aislando al país del mundo mediante la suspensión de vuelos a algunos países, la anulación de pasaportes y la suspensión del uso de la red social X.
Simultáneamente, emprende una escalada represiva contra toda forma de protesta o expresión en su contra, apresando a miles de líderes, activistas y ciudadanos comunes, en un intento por sumir al país en una ola de terror que, de mantenerse, inevitablemente se traducirá en un nuevo éxodo de venezolanos.
Reconocer el resultado
Ante el fortalecimiento del conflicto interno, en el que el Gobierno pareciera estar convencido de poder imponerse por la fuerza, las probabilidades de alcanzar una solución negociada son casi nulas, aún con la ayuda de países que, por prudencia o solidaridad, han evitado pronunciarse contra la supuesta reelección de Maduro.
Cualquier solución negociada pasa por que las partes reconozcan el resultado real de la elección y sus consecuencias. Esto solo será posible si la parte derrotada depone su actitud o acepta un arbitraje independiente, lo que implica una auditoría con participación de expertos creíbles, para lo cual se hace necesaria la participación de instancias internacionales.
Lamentablemente, esto no parece posible ahora, como tampoco lo fue en 2004, cuando se cuestionó el resultado del referéndum revocatorio contra Chávez, o en 2013 cuando se supone que Maduro derrotó a Capriles por menos del 2 % de los votos en la elección sobrevenida tras la muerte de Chávez.
Equilibrar fuerzas
En esta oportunidad, aunque la oposición hizo públicas las actas con los resultados de más del 80 % de las mesas de votación, el Consejo Nacional Electoral (CNE) se niega a publicar las suyas. Tampoco hace públicos los resultados detallados por mesa, porque ello haría evidente el contraste entre los resultados y las actas.
No es posible para nadie forjar las actas de 30 025 mesas, firmadas por 180 150 personas (tres miembros de mesa, dos testigos y el funcionario del CNE encargado de la operación de la máquina de votación). Por eso, entre otras razones, no hay manera de ocultar la verdad sobre los resultados de esta elección.
Revertir esta situación demandará colocar al Gobierno y a la oposición democrática en una situación de mayor simetría. O sea, en una situación en la que no haya posibilidad de imponerse por la fuerza. O que el hacerlo implique consecuencias y costos que generen dilemas y rupturas.
Solo a partir de allí puede abrirse un espacio para una negociación que reduzca los costes para el régimen, o para quienes lo sostienen, de tolerar una transición política y reconocer los resultados electorales, así como sus consecuencias.
Benigno Alarcón, Director of the Center for Political Studies, Universidad Católica Andrés Bello
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.